Abandonando la imaginación: Una estoica manera de vivir para ser feliz

La imaginación… es la causa de lo que nos atormenta, y el peso que cada mal adquiere depende del valor que le otorgamos (Séneca, Consolación a Marcia, XIX).


El estoicismo podría definirse como una forma de vivir feliz (eudeimonía) propuesta por los antiguos estoicos hace más de dos mil años y que hoy en día resurge e inspira a muchos a explorar lo que el ser humano puede controlar, y aceptar serenamente lo que no depende de él. ¿Qué respuestas nos ofrecen los estoicos hoy en día al problema existencial de la vida? ¿Pueden ser válidos todavía hoy sus consejos sobre cómo combatir el sufrimiento y lograr la felicidad? En el presente artículo trato de responder estas preguntas, valiéndome de algunos fragmentos de sus escritos más destacados.


Tu forma de pensar depende de lo que imaginas… porque el alma está coloreada por la imaginación (Marco Aurelio, Meditaciones, V.16).

En esta frase se encierra el principio fundamental con el que comienza el estoicismo: la manera en la que pensamos, actuamos y funcionamos en el mundo depende principalmente de cómo lo vemos: depende de nuestra imaginación y de lo que creemos de ella. Esto se puede expresar con mayor precisión así: cada una de nuestras acciones o decisiones está precedida por un determinado acto de pensamiento, que tiene lugar de manera más o menos consciente. En otras palabras, todo comienza pensando en las cosas y formando de ellas una determinada idea; lo hacemos así incluso cuando no somos conscientes de ello. Emitir juicios y opiniones es formar ciertas ideas, las que luego constituyen el contenido de nuestra experiencia. Este es el principio básico del estoicismo: vivimos en un mundo de ideas, no de cosas.

Desde luego, los estoicos no pretenden decir que las cosas –tan familiares a nosotros como los árboles y las estrellas, las olas del mar, las habladurías y las alabanzas, la fama y la infamia, la memoria humana y el olvido- no existan: de hecho, existen incuestionablemente, pero a cierta distancia de nosotros. No nos afectan directamente. Estamos aislados de ellas por un suave capullo de imaginación que nos rodea y media en la experiencia del mundo. El contacto directo y real solo lo tenemos con la imaginación.

Esto puede sonar como una paradoja, porque imaginemos que estemos tomando el sol en la playa en un hermoso día de verano: sentimos la arena cálida, la calidez de los rayos del sol, la frescura refrescante del viento; el cercano rugido del mar. ¿En qué sentido estaríamos aislados de esta realidad? ¿Dónde estarían ubicadas las imágenes que supuestamente nos envuelven y mediatizan todo? Los estoicos responderían así: es cierto, el sol nos calienta y el viento nos refresca, pero ello no es la fuente de nuestra alegría, no es el combustible para nuestras sensaciones y estados de ánimo. Esta fuente, en cambio, son nuestras ideas sobre estas cosas. Tomemos otro ejemplo, esta vez de algo desagradable: una mañana sombría de invierno cuando afuera está oscuro y tenemos que salir al frío y la lluvia. Tal situación parece sugerir ideas bastante fastidiosas, pero está claro que no tenemos que sucumbir a estas insinuaciones. Después de todo, podemos convencernos a nosotros mismos que el frío y la lluvia al final no son tan malos y vale la pena salir. Esto ocurre precisamente porque hay una esfera de nuestra imaginación que se extiende entre esta mañana del invierno y nosotros mismos.

Los estoicos nos muestran que entre el sol y el placer o la lluvia y el desagrado hay un espacio de nuestra libertad. El mismo es posible precisamente gracias a la imaginación que puede cumplir el papel amortiguador de nuestras percepciones y sensaciones sobre el mundo. Este pensamiento es la base sobre la cual se construye todo el edificio del estoicismo.


Los acontecimientos están fuera de la puerta, están solos, sin saber nada de sí mismos y sin saber expresarse (Marco Aurelio, Meditaciones, IX. 15).

Existe una esfera de imaginación que nos envuelve. Afuera hay un mar de cosas y eventos que se suceden en el mundo, y de los cuales estamos aislados. Marco Aurelio ilustra esto de la siguiente manera: he aquí estamos en un hogar cómodo y acogedor, en la cómoda compañía de nuestra imaginación. Lo que está afuera está separado de nosotros, mantenido a una distancia segura por paredes, ventanas y puertas. Entonces no nos llega de allí ningún ruido y nada nos molesta. Las cosas y los acontecimientos son mudos, incapaces de hablar por sí solos. Mientras que no les demos la voz, permanecen en silencio. Tal vez este aislamiento del que habla el filósofo no sea absoluto, sin embargo el efecto final que dentro de nosotros a menudo producen los eventos exteriores, en gran parte dependen de lo que de imaginamos de ellos que dichos eventos en sí.

La comodidad y la conveniencia de este hogar que Marco Aurelio trae a colación como ejemplo, provienen del hecho de que no entra nadie ahí que no sea invitado. Todas las imágenes en cuya compañía vivimos y pasamos la vida fueron admitidas y aceptadas por nosotros mismos. Somos los dueños de nuestra propia casa, de nuestro propio mundo, hemos dado nuestro consentimiento personal a cada visita. El contenido de la enseñanza estoica del arte de la vida, en última instancia se reduce a investigar cómo y bajo qué condiciones debemos dar este consentimiento para asegurar una vida feliz.


[…] sin ningún indicio obvio de algo malo, la mente crea artificialmente imágenes falsas: o empeora el sentido de una palabra que tiene un significado incierto, o imagina un resentimiento como mayor de lo que realmente es (Séneca, Cartas morales a Lucilio, XIII. 12).

Mientras Marco Aurelio usaba el símil del alma coloreada por la imaginación y de puertas que mantienen los acontecimientos a distancia, Séneca habla de que la mente tiene ciertas imágenes falsas, tratando de describir cómo estas imágenes surgen: proceso que vale la pena revisar de cerca.

Muchos asuntos permanecen en nosotros sin ser resueltos durante mucho tiempo. Son muy pocos los casos, en los que sabemos de antemano cómo resultarán al final: la norma es casi siempre una menor o mayor dosis de incertidumbre. Y es en estas cosas no resueltas, en estas penumbras y callejones oscuros, donde se ve con mayor claridad el papel clave de la imaginación. Imaginemos que vamos a recoger los resultados de un examen médico general. Hasta que no lo tengamos en nuestras manos, no sabemos de qué estamos enfermos y ni siquiera si lo estamos, pero la idea de que uno pueda tener cáncer o viruela o cualquier otro mal grave, puede afectar gravemente nuestro estado de ánimo. Tengamos en cuenta, sin embargo, que nada ha sucedido todavía. Sucederá, quizás, en el futuro y luego tendremos que enfrentarlo, pero hasta ahora, no hay mal, solo existe la idea de que el mal puede acontecer. Y es esta imagen la que decide si estaremos felices y tranquilos o no. El sobre con nuestros resultados todavía está en el cajón del médico; lo único que tenemos es nuestra idea de su posible contenido.

Séneca también menciona la posibilidad de «imaginar un resentimiento como mayor de lo que realmente es» y esto puede tomar dos formas diferentes: o se trata del dolor que le causamos a alguien, o del dolor que alguien nos ha causado a nosotros. Comencemos con la primera posibilidad.

Podemos lastimar a otra persona de infinitas maneras. A veces lo hacemos consciente y otras veces inconscientemente; en ocasiones esto se puede evitar y otras veces, no. Sin darnos cuenta, podemos pisar a alguien o salir tan excepcionalmente bien en una entrevista de trabajo que otra persona pierda su empleo. Estos y otros casos semejantes tienen en común que nunca sabemos cómo lo percibió la víctima, no sabemos qué sentía y qué pensaba sobre nosotros en esta situación. Puede que se sintió ofendida, pero puede que ni siquiera se haya dado cuenta. Nunca lo sabremos con certeza, pero aun así habitualmente tratamos de adivinar las reacciones de otras personas a partir de pistas inciertas, gestos ambiguos y medias palabras vagas. Y luego una y otra vez sobreinterpretamos la situación: a alguien le puede importar poco lo ocurrido pero nos convencemos de que nos guarda un rencor mortal. Al final lo se vuelve importante y decisivo para nosotros no es lo que siente realmente la persona, sino nuestra idea sobre ello. Este patrón se repite continuamente: no son los hechos los que determinan nuestro bienestar, sino nuestras ideas sobre lo acontecido.

Por otro lado, cuando nosotros somos las víctimas, cuando alguien nos hace daño, no nos queda ninguna medida externa de nuestro resentimiento, carecemos de referencia de algo que está oculto en la mente de la otra persona: sus intenciones son inaccesible para nosotros. Nosotros somos las víctimas y por eso pareciera que tratarse de una situación más fácil, pues la disonancia cognitiva alguna en estos casos no debería ocurrir. Sin embargo, no es así. Basta con un poco de pereza mental (o, por el contrario: exceso de celo en pensar en lo que nos sucedió), y nuestra imaginación vuela por completo muy lejos de lo que realmente ha acontecido. Entonces imaginamos nuestro daño como desproporcionadamente grave, o malinterpretaremos por completo el curso de los acontecimientos. La moraleja es la misma en ambos casos: nuestra percepción de lo que ocurre, al final resulta más significativa para nosotros que los hechos mismos.


La mayoría de las cosas, por cuya causa nos devora el enojo tienen más naturaleza de resentimientos imaginarios que agravios reales (Séneca, De la ira, Libro III, XXVIII. 4).

El lenguaje que usamos tiene mucha importancia. La elección de palabras que usamos para describir la realidad y nuestras experiencias refleja la forma en que vemos el mundo. Porque, ¿qué significaría en el fondo la expresión, según la cual el enojo fuera causado por un agravio real? Supongamos que alguien nos ha robado algo. Si nos enfadamos y enojamos, es normal que describamos la situación como «estoy enfadado porque me han robado». Aquí hay un supuesto implícito de que exista una relación causal entre el robo y nuestra ira. Pero según los estoicos, esta suposición nos es correcta. Ellos afirman que el mero hecho del cambio de propiedad ilegítimo de ciertos objetos no es lo suficientemente poderoso como para generar en nosotros un estado emocional determinado. La inmediata causa de la ira no es el robo, sino nuestra percepción de él. En otras palabras, no nos enojamos por el hecho mismo sino porque hemos considerado justo que el robo sea algo que conduzca a la ira. De esta manera el lenguaje nos hace una mala jugada: son éstas las situaciones, en las que dejamos de ser estoicos.

La causa directa de la ira no son los hechos (como el robo), sino cómo los evaluamos y los nombramos. Robar en sí mismo no es la esencia del daño: el daño ocurre cuando comenzamos a pensar en el robo en términos de daño. Y la ira, el enojo aparecen como una reacción a estos pensamientos.

Lo anterior se puede entender también de otra manera: llamar «daño» al robo y enfadarse por ello es lo mismo que apartarse voluntariamente del principio de congruencia entre causa y efecto. Algo parecido ocurre con la administración de justicia: esperaremos un castigo justo y racional de un juez equilibrado y experimentado en lugar de una turba enfurecida. Una turba puede linchar por hurto menor, por lo que un juez daría una sentencia en suspenso. No hay correspondencia entre la escala del evento y la escala de la reacción al mismo. Y esto se aplica también a nuestro caso. Una inadecuada denominación de lo que nos pasa implica abdicar la razón y abandonar la lógica. Decir que estamos enojados e infelices porque algo nos ha sido robado es quitarle el poder a un juez prudente y justo y dárselo a la locura de la imaginación. Una locura que no usa ninguna lógica y que cuando se equivoca (lo que ocurre casi siempre), lo hace en nuestra desventaja, aumentando nuestra desgracia.

Entonces, ¿qué palabras usar? No debemos decir que somos infelices porque sucedió algo; debemos decir que somos infelices porque decidimos que estaba mal para nosotros que esto sucediera. La diferencia es enorme y reconocerlo es la base del estoicismo.


No son las cosas en sí mismas, sino las opiniones sobre las cosas las que inquietan a las personas. Así, por ejemplo, la muerte no es nada terrorífico -de lo contrario Sócrates la temería- más bien es la opinión sobre la muerte que es algo terrible y hace que se convierte en algo terrorífico (Epicteto, Enquiridion, fragmento 5).

Ya se ha dicho que es equivocada la presunción sobre la prioridad de las imágenes sobre las cosas y los acontecimientos, pero no se ha justificarlo todavía esta opinión. Veremos ahora por qué, según los estoicos, las cosas son así.

El argumento de Epicteto es este: si la muerte fuera terrible «en sí misma», entonces todos, sin excepción, le tendrían miedo. Si el terror fuera una cualidad inherente de la muerte, todos lo sentirían. La experiencia demuestra, sin embargo, que no es así y que hay personas (por ejemplo, Sócrates) que no tenían y no tienen este temor. El origen del miedo a la muerte no es pues la muerte misma sino nuestras ideas sobre ella, las imaginaciones y conceptos que creamos por cuenta propia según nuestra manera de ver esta realidad.

Quizá podría objetarse este punto, afirmando que la mayoría de las personas sienten miedo a la muerte, y que solo las personas excepcionalmente fuertes no la temen. Se puede argumentar que este miedo es entonces una reacción reflexiva y automática. Oponerse es la excepción, no la regla.

¿Qué dirían los estoicos? Responderían que las estadísticas en este caso no importan, no importa si un pequeño o gran porcentaje de la sociedad está libre de este temor, sino que estos es posible de lograr. Para los estoicos es importante en este punto que no hay una determinación sino libertad de elección y de juicio; que no importa que generalmente la gente no controle lo que piensa sino que quien quiera, puede hacerlo: Sabemos que estos es posible, porque hubo quienes lo consiguieron.


Así que, Lucilio, hay más cosas que solamente nos asustan que las que realmente nos oprimen; y nos preocupa más una ilusión que algo real. […] Te aconsejo que no te sientas infeliz prematuramente. Después de todo, lo que temías como una amenaza que pende sobre tu cabeza puede no sea nada y no suceda nunca, o al menos aún no ha sucedido. Entonces, algunas cosas nos molestan más de lo que deberían, algunas nos molestan antes de lo que deberían y algunas nos molestan cuando realmente no deberían (Séneca, Cartas morales a Lucilio, XIII. 4–5).

Otra forma de ver que los eventos son más importantes que nuestras ideas sobre ellos consiste en considerar su orden en el tiempo. Imaginemos algo que está por decidirse en un futuro no muy lejano. Tomemos, por ejemplo, los exámenes médicos que mencionamos antes. Empezamos a sentirnos mal, fuimos al médico, hicimos exámenes, y ahora estamos esperando los resultados. Si el diagnóstico en sí fuera la fuente de la ansiedad, ¿por qué estamos ansiosos antes de recibirlo? Si la causa de la desgracia fuera la enfermedad, el miedo debería caer sobre nosotros sólo cuando nos enteramos de que estamos enfermos. Pero este no es el caso: es común preocuparse antes de tiempo, anticipar excesivamente los eventos inminentes (o aun los que no lo son) con ansiedad. Esta es otra prueba de que el curso de los acontecimientos no nos afecta directamente sino a través de nuestra imaginación.

Consideremos algo que sucederá con seguridad, pero solo en el futuro. Imaginemos a un convicto en espera de ejecución. Él debe ser fusilado al amanecer y hasta entonces aún quedan varias horas. Si los hechos, no la imaginación, fueran decisivos, podríamos esperar que pase el resto de su tiempo en relativa paz, porque su sentencia no vence hasta mañana. Sin embargo, sabemos que es difícil mantener el equilibrio mental en tales circunstancias. El papel decisivo lo juega la imaginación: pensar en lo que va a pasar mañana, preguntarse cómo será. La idea del evento de mañana puede destruir efectivamente la paz de hoy.


El dolor es leve cuando las falsas ilusiones no le añaden nada. Si empiezas a animarte diciendo: «No es nada, o al menos es algo insignificante. Esperemos que se detenga pronto”, harás que el dolor sea ligero con solo pensarlo de esta forma. Todo depende de la opinión (Séneca, Cartas morales a Lucilio, LXXVIII. 13–14).

Esto a menudo es agua para el molino de los escépticos: «¿Cómo así, queridos estoicos? ¿Están diciendo que la imaginación gobierna el dolor? ¿Que todo lo que tenemos que hacer es empezar a pensar de la manera correcta y el dolor físico disminuirá o desaparecerá por completo? Si creen que es así, entonces, o nunca han sentido dolor, o su filosofía no vale nada, ¡y a los mejor ambas cosas! Después de todo, un dolor de muelas no desaparecerá con solo pensar que se ha ido. Incluso si lo repito en mi mente y en voz alta cien veces, aun así el dolor no se detendrá porque no está sujeto a nuestros pensamientos”.

¿Cómo responderán los estoicos a esto? El problema de soportar el dolor y el sufrimiento es a menudo asociado con el estoicismo. Es tan importante y difícil que es abordado por ellos desde varios ángulos diferentes. Una de estas posibles formas de verlo es la siguiente: la comprensión apresurada de las palabras anteriores de Séneca conduce a una interpretación simplista e incorrecta, pero pronunciada a menudo; para un escéptico es fácil burlarse de ella. Esta interpretación reduce el antídoto estoico al dolor, a la negación verbal del sufrimiento experimentado: «Me duele, pero me digo a mí mismo que el dolor no es algo malo», o «Me duele, pero me imagino que no duele», etc. Sin duda, si estos fueran los consejos de los estoicos, no valdría la pena molestarnos con ellos.

Sin embargo, el diagnóstico estoico es más sutil. La frase » El dolor es leve cuando las falsas ilusiones no le añaden nada» no significa que el dolor sea una ilusión. Significa que la mayor parte de nuestro sufrimiento no es causado por factores externos, sino por lo que nuestra mente les agrega. En otras palabras, según los estoicos, el sufrimiento es sólo en parte (por ejemplo el 5 o 10 por ciento) causado por lo que viene del exterior y no puede eliminarse mediante ninguna manipulación mental. Pero la mayor parte, este 90 o 95 por ciento restante, es nuestra auto-tortura, la autocompasión y la exageración del sufrimiento. En una palabra, es nuestra imaginación la que nos duele más.

Los estoicos no dicen que el dolor no existe o que no nos concierne. Solo afirman que el dolor externo suele estar mezclado con nuestras propias imágenes hasta tal punto que su presencia supera a todo lo demás. Y por supuesto, lo hacemos de manera completamente innecesaria. ¿Quién de nosotros negará que incluso una dolencia física menor puede desorganizar nuestras vidas y hacernos profundamente miserables? Sin embargo, aquí no tiene toda la culpa la dolencia, sino también las imágenes con las que la rodeamos y le agregamos dolor como si fuéramos masoquistas: le enviamos refuerzos al mal para que luche, lo alimentamos con las imágenes, generando innecesariamente la autodestrucción, nos dirigimos inconscientemente contra nosotros mismos.

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