
Actualmente, en el mundo occidental existen muy pocas cosas que se aprecian más que la inteligencia y el desarrollo intelectual. A los padres, por ejemplo, les gusta lucirse con los logros del colegio de sus hijos, lo cual se puede observar por ejemplo en las calles y carreteras de los Estados Unidos donde son muy populares las pegatinas en los autos que rezan, por ejemplo “Genio a bordo”, “Orgulloso padre del alumno destacado de X”, etc. (probablemente es por eso que últimamente aparecieron ahí los irónicos anti-mensajes como “Mi caniche es más inteligente tú hijo destacado” y otros).
Hoy en día, muchos de los padres quieren ayudar a sus hijos a obtener alguna ventaja frente a sus compañeros, lo cual por otro lado, es bastante comprensible. De ahí que los padres se preguntan: ¿será que podamos garantizar a nuestros hijos alguna ventaja en este sentido? ¿Cómo podemos estimular el desarrollo intelectual de nuestros niños desde los primeros meses o semanas después de su nacimiento? Esta última pregunta tuvo una respuesta fantástica para algunos, en el año 1993 cuando se publicó un artículo en una de los más importantes revistas científicas Nature, en el cual los científicos de la Universidad de California presentaron un informe de investigación, según el cual los estudiantes que dedicaron tan solo 10 minutos al día para escuchar alguna de las sonatas de Mozart, mostraban una significante mejora en la comprensión de las capacidades espaciales; dicha mejora se pudo observar en los resultados de un test sobre confección y corte de figuras de papel al compararlos con resultados de aquellos que en vez de Mozart escuchaban música de relajación o simplemente contemplaban el silencio. La ventaja que obtuvieron estos primeros se traducía aproximadamente a 8 o hasta 9 puntos en la escala del cociente intelectual. Este fenómeno se conoció luego como el “efecto Mozart”, término acuñado por el médico Alfred Tomatis y popularizado por el docente y músico Don Campbell a partir del 1997.
Sin embargo el artículo de Nature en ningún momento llegó a afirmar que, bajo la influencia de la música Mozart se produjeran mejoras a largo de las capacidades intelectuales espaciales de los sujetos de investigación. Y mucho menos, mejoras de la inteligencia en general. Los resultados en cuestión solamente hacían referencia a una específica función ejecutada inmediatamente después de escuchar la música de Mozart en los estudiantes universitarios, de modo que no se justifica que estos resultados se generalicen o extiendan a los recién nacidos.
No obstante, nada de eso tuvo importancia para la industria de la pop-psicología ni para los productores de juguetes, quienes rápidamente se dieron cuenta que el supuesto “efecto Mozart” puede constituirse en un buen plan de negocio. De ahí divulgaron la información –nunca confirmada por la ciencia-, según la cual, los resultados originales del estudio tenían aplicación también en los bebés recién nacidos, lanzando –acto seguido- una impresionante oferta de cassettes, discos, juegos y juguetes para niños con la música de Mozart incorporada. En el año 2003 los discos del mencionado Don Campbell superaron dos millones de ejemplares y su libro con el elocuente título “Efecto Mozart: aprovecha el poder de la música para sanar el cuerpo, fortalecer la mente y liberar el espíritu creativo”, hasta hoy se vende muy bien en Amazon, donde nota bene el artista amplió su oferta a personas de todas las edades. De hecho, en el momento de escribir este artículo la búsqueda “efecto Mozart” en Amazon arroja 123 resultados sólo en español, siendo primero de ellos el libro de Campbell en formato de audio por “tan solo” 15 dólares con 98 centavos.
El éxito de estos productos, como es obvio, está directamente relacionado con la ansiedad de los padres quienes, de esta manera, pretenden ayudar y beneficiar a sus pequeños hijos. Pero desde la perspectiva científica o metodológica tal vez se pueda buscar otra razón o explicación de la popularidad de los mencionados productos: explicación que tiene en cuenta el error que se comete a la hora de confundir la correlación con la causalidad.
Esta confusión generalmente ocurre a propósito de otros estudios hechos por Howard Gardner y su equipo de Harward sobre las inteligencias múltiples. En ellos se ha descubierto que existe una correlación positiva entre las capacidades musicales de las personas y su cociente intelectual. Y es entonces cuando esta correlación a menudo se interpreta mal y se da paso a la confirmación de la causalidad que supuestamente existe entre estas dos variables, es decir, se afirma que por el hecho de escuchar y practicar la música, o perfeccionar las capacidades musicales, aumenta el cociente intelectual; es precisamente esta clase de conclusión o razonamiento que no se justifica mediante la metodología científica.
La convicción sobre la existencia del efecto Mozart se popularizó a través del mecanismo muy parecido al que sucede cuando se juega el “teléfono cortado”: la información se va tergiversando de un participante al otro hasta distorsionarse totalmente al final. Veamos el ejemplo de un artículo científico publicado en una revista china (South China Morning Post en el año 2000), en el que se ha informado que, de acuerdo con los estudios realizados en el Occidente, los niños a quienes se hace escuchar la música de Mozart en el período prenatal, manifiestan luego un cociente intelectual mayor del promedio. Sin embargo ni en el Occidente ni en cualquier otro lugar del mundo, se han publicado semejantes resultados de investigaciones científicas. Pero a pesar de esto, no sólo en China sino aún en la prensa occidental se volvieron a publicar estas noticias falsas con sorprendente frecuencia.
Otro tanto pasó con el autor un artículo publicado en 2001 en el Milwaukee Journal Sentinel que sostiene que «numerosos estudios sobre el Efecto Mozart demostraron los efectos beneficiosos de éste sobre las capacidades intelectuales de los estudiantes de la Primaria, la Secundaria e incluso en los infantes», por más que en realidad ningún científico ha estudiado dichos efectos en ninguno de estos grupos. Sin embargo, todo indica que para la opinión pública fueron suficientes estas informaciones mediáticas. Según los resultados de dos encuestas realizadas, más del 80 por ciento de los estadounidenses han oído hablar del efecto Mozart y otro 73 por ciento de los estudiantes de primer año de psicología comparten la creencia de que «escuchar a Mozart mejora la inteligencia».
Esta creencia tuvo muchas “aplicaciones” prácticas. En una de ellas, hace unos años, el entrenador del equipo de fútbol New York Jets recomendó que la música de Mozart se transmitiera a través de los altavoces durante el entrenamiento del equipo, lo que supuestamente debió aumentar la eficacia de sus jugadores, y en una escuela superior de Nueva York se asignó una sala del aprendizaje para escuchar constantemente la música de Mozart que sonaba de los altoparlantes.
El Efecto Mozart incluso ha sido reconocido por algunas legislaturas estatales de los EEUU. En 1998 Zell Miller, el entonces gobernador de Georgia, ordenó que se asignaran 105,000 dólares del presupuesto estatal para permitir que todos los recién nacidos recibieran gratuitamente un disco o un casete con la música de Mozart. De acuerdo con las argumentaciones del gobernador «nadie discute que escuchar la música a una edad temprana afecta positivamente la capacidad del razonamiento espacio-temporal que es la base de las matemáticas, la ingeniería y también el ajedrez». Pronto, el gobernador de Tennessee, Don Sundquist, propuso una acción similar, y el Senado de Florida aprobó una ley, en virtud de la cual los niños debían tocar música clásica todos los días en centros de asistencia social financiados con el presupuesto estatal.
Si tanta gente lo cree ¿tal vez entonces «Efecto Mozart» realmente esté sucediendo? Pero, ¿tal vez no? Varios investigadores que han intentado recrear los resultados originales de la Revista Nature han encontrado que este efecto no ocurre y, en todo caso, es insignificante (Gray & Della Sala, 2007; McKelvie & Low, 2002), lo cual fue confirmado por algunos metaanálisis que demostraron que el Efecto Mozart es débil –se traduce en máximo 2 puntos de la escala de CI- además de ser de corta duración, cayendo a cero después de no más de una hora (Chabris, 1999; Steele, Bass, & Crook, 1999). Es cierto que se han planeado hipótesis, según las cuales este efecto se producía sólo con algunas de la obras de Mozart, pero esto tampoco se ha confirmado. Hay que agregar que ningún informe de investigación publicado se ha ocupado de experimentos con los niños y mucho menos con los recién nacidos que supuestamente se beneficiarían más con el efecto Mozart. Sin embargo, estos resultados tan desfavorables él, en realidad no han cambiado nada en cuanto a sus entusiastas: por ejemplo, el Gobernador Zell Miller (1999) instó a aquellos que estaban convencidos del Efecto Mozart a ignorar estos hallazgos negativos y los animó a “no desanimarse y no dejarse engañar por un puñado de científicos que lo socavaron”. A pesar de que esto es precisamente de lo que en la ciencia en su máxima expresión: refutar, corregir o revisar afirmaciones que no se han probado exhaustivamente.
Los posteriores estudios ayudaron a establecer las verdaderas fuentes de este supuesto efecto Mozart. En uno de los experimentos, los psicólogos pidieron a un grupo de los estudiantes que escucharan una pieza «optimista» de Mozart, otros, una pieza deprimente de otro compositor clásico (Albinoni) y el tercer grupo que escuchara el silencio (Thompson, Schellenberg, & Husain, 2001). Luego se les asignó la tarea de doblar y cortar láminas de papel, para de esta manera, medir sus habilidades espaciales. Se concluyó que, al comparar los resultados obtenidos de todos los grupos, no se ha producido este tan esperado efecto Mozart. Según los resultados de otro experimento, escuchar a Mozart influye en la mejora de las habilidades espaciales tanto como… ¡escuchar la música de una película de terror de Stephen King! (Nantais, Schellenberg, 1999). Estos resultados permiten proponer, entonces, una otra explicación para el efecto Mozart, la cual consiste en la estimulación a corto plazo. Es decir que es probable que cualquier cosa que requiera un mayor estado de alerta, probablemente haga que inmediatamente después se realice mejor cualquier tarea que requiera algún esfuerzo mental (Jones, West y Estell, 2006; Steele, 2000), pero este efecto, tanto en la inteligencia espacial como en la general, es muy efímero. Beber un vaso de limonada o una taza de café puede ser tan positivo como escuchar a Mozart.
En conclusión: el efecto Mozart puede ser «real» en el sentido de que, bajo la influencia de determinados estímulos (incluida la música clásica), se produce una mejora temporal en el nivel de ejecución de determinadas actividades. Sin embargo, no hay evidencia de que la música de Mozart, o incluso el mismo hecho de escuchar la música, ejerza alguna influencia particular (Gray & Della Sala, 2007). Tampoco existen indicios de que la inteligencia de los adultos, y mucho menos de los niños, aumente bajo la influencia del efecto Mozart. Por supuesto, exponer a los niños a la música de Mozart y otros grandes compositores es una gran idea, no solo porque la música puede ser edificante, sino también porque es un componente muy importante de nuestra cultura. Sin embargo, un padre que crea que basta con reproducir una banda sonora de Amadeus para su hijo, para de esta manera criar a un pequeño genio, puede sentirse profundamente decepcionado.
La moda que ha surgido como resultado de los informes de los medios de comunicación sobre el Efecto Mozart no es el primer ni el único caso en el que la industria ha utilizado despiadadamente los sueños de unos padres ingenuos sobre un fácil y acelerado desarrollo intelectual de sus hijos. El sector de los juguetes todavía gana mucho dinero con esta tan extendida y tan poco confirmada creencia: últimamente se ha extendido la idea de que los primeros tres años de vida son de una importancia clave en el desarrollo intelectual del niño (Bruer, 1997; Paris, 2000). Especialmente en la década de 1980 miles de padres atormentaron a sus pequeños hijos con el aprendizaje de idiomas extranjeros y las matemáticas superiores en un inútil esfuerzo de crear unos «superniños» (Clarke-Stewart, 1998). Pero nada productivo salió de eso. Hoy en día, el mercado de juguetes, programas educativos tipo «Baby Einstein» que supuestamente estimulan la inteligencia, vale más de 100 millones de dólares al año (Minow, 2005; Quart, 2006), aunque no hay evidencia creíble de que estos productos realmente hagan su trabajo. Todo lo contrario, las investigaciones muestran que los niños adquieren peor conocimiento del material transmitido a través de un formato de video que cuando se les permite pasar la misma cantidad de tiempo jugando (Anderson & Pempek, 2005).
El trabajo del destacado psicólogo ruso de desarrollo Lev Vygotsky es útil para explicar por qué aquellos productos no pueden producir ningún efecto.
Vygotsky (1978) señaló que el mejor momento para aprender es, como él lo expresó, «la zona de desarrollo próximo», es decir, el momento en que el niño aún no domina una actividad determinada pero está en condiciones de hacerla con la ayuda de otros. Si un niño de tres años aún no tiene las capacidades cognitivas para dominar las habilidades de contar, entonces no importa cuán intensamente se las enseñemos, no desarrollaremos las habilidades matemáticas en él, y mucho menos lo convertiremos en un genio matemático, porque estaremos tratando de transmitirle habilidades que residen aún fuera de la zona de su desarrollo próximo. Y aunque impacientes los padres probablemente desearían que esto fuera diferente, los niños no pueden aprender nada hasta que su mente esté preparada para ello.